Etnografía poética 3 – B de abrazar

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Joana Saraiva 

Me confundí con las letras. Las letras son así, mezclables.

Se congelaron en mi boca –entre la lengua y los dientes– y por vergüenza, o porque se mezclaron en el camino, no llegaron a tiempo para convertirse en personas.

Permítanme reformularlo: convertirse en letras.

Las letras y yo tenemos un lugar.

A las letras y a mí, cuando estamos en el lugar correcto, nos molesta el metrónomo. Me hace bostezar -y las letras también- la cuenta a medida y al cuadrado que exige orden para soltar el primer sonido, en el primer segundo del recital. Allí, lo juro, me confundo en los pasos. En los compases de los pasos y en las letras que llegan contra el tiempo, contra el ritmo, contra los lugares donde debería haberlas sentado. Yo no lo hice, no los descubrí. Entonces las letras se me escaparon de los dedos. Como obviamente son más que los dedos –sin descontar pies ni manos– me perdí entre la lengua y los dientes, entre lo que hubiera sido un estornudo o el rugido de una leona. 

Sabía sobre el destino. Sabía los pasos a seguir para llegar al destino y que el destino iría a todas partes sin mí. El 74B… ¿o era A? – pasea al almirante Reis de arriba a abajo y, siempre a contrarreloj, hace sentir su presencia en la calle recta. Sólo necesitaba saber qué era vital: ¿A o B? Había perdido la cuenta de cuál era. Después de restar los números, me faltaban las letras; y esas, como ya lo he revelado, me resultaban difíciles de sumar, difíciles de decir en voz alta. A veces no llego a ellas, a las letras, porque son tan altas, tan confusas que me parecen: ellas, no yo. Entonces todavía no sabía si era A para el sur o B para el este. Era necesario saber, y las preguntas se hacen con frases, que están hechas de palabras, que están hechas de letras. Pero las letras, para mí, pierden su significado. Tardan demasiado en llegar a mi lengua y a mis dientes, y en su prisa por llegar al mismo tiempo -para no fallar lo prometido- se pisotean en el último segundo como si no hubiera más segundos después de este. Faltaba una carta del destino. Una vez descifrada esa cuestión, estaría seguro: el destino sabe lo que hace. 

El 74B… ¿o era A? – era experto en hacer exactamente el mismo viaje todos los días. Me dijeron que sí y como soy fácil de creer esperé sin reservas. Esas reservas las guardé para mí en silencio. A…? ¿O B…? Me confundí con las letras porque así son, confusas. Pero en mi silencio, las cosas fueron más tranquilas. Cerré los ojos con fuerza y ​​ensayé la frase. Mis labios, mi lengua y mis dientes trabajaban en el caso. Redacté la pregunta para preguntar cuándo llegaría el momento C (¿o era Z?). Para cuando, en poco tiempo, llegó el momento de hablar y preguntar sin miedo, sin tropiezos y en voz alta si ese 74 iba a parar en Cesário Verde.

Mi destino, que ya podía ver a la vuelta de la esquina, iba vestido de amarillo. Se deslizaba con hipo –dependiendo de los obstáculos u otras paletas de colores– y eso me reconfortaba. Cuando la carretera y los colores finalmente me dieron un respiro, el 74B se detuvo frente a mí. Lo respetaba por ser tan alto -como las letras- y por saber exactamente hacia dónde se dirigía, mostrando sin miedo el destino que le daba nombre. “¿La 74B para en Cesário Verde?” – esa era la pregunta. Ni siquiera mencionaría la A para acortar las posibilidades de morder las palabras. Sencilla y directa, ésta era la pregunta que había que hacer, y ya la había practicado en mi silencio que es mi hogar.

Pero cuando por fin, por fin llegó el momento de hablar: nada. La lucha fue encarnizada entre Ases y lenguas, entre dientes y números, entre más Ases y no sé cuántos miles de letras que apenas conozco y sólo de vista. Un enorme bigote, con una arrugada camisa blanca, dentro de un enorme rectángulo amarillo, tenía prisa por volver a la carretera y cerrar el servicio a la hora Z – ¿o era C? – no importa. Lo que importa es que la pregunta no quiso ser formulada, entonces la respuesta viajó sin mí. Quizás ese fuera mi destino, pero nunca lo sabría.

Cuando las letras se mezclan así, tengo ganas de olvidarlas. No querer saber nada más de ellos porque, al parecer, saben poco o nada de mí. Ese día, ni siquiera sé qué me deparaba el destino. Mis ojos se cerraron con fuerza para no revelar nada al mundo y ordené a mis labios que se comprometieran a guardar silencio. Mejor de esta forma. Mi destino llegó de todos modos –porque así funciona– y sin exigirme ninguna carta, me pidió un abrazo. Lo di sin reflexión, sin gramática, sin miedo. Dar abrazos es fácil para mí. No pide verbos ni licencias, no me da hipo ni tropiezo. Recibir abrazos es fácil para mí. No adivina malicias, no advierte léxicos, no supone posibilidades. No me importa ni con qué letra empieza un abrazo ni si la persona que me lo pidió tuvo el mismo destino que yo. Quizás algún día sepa decir abrazos tan bien como sé darlos y recibirlos. Por ahora, sin embargo, lo que me hace sentir bien se escribe con una mirada, toma forma en dibujos con los dedos en el dorso y descansa descaradamente en palabras que no necesito decir. 

Para ella que da los mejores abrazos del mundo.

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