Etnografía poética 2 – 2.0 latidos

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Joana Saraiva 

Conozco todos los ritmos. Sé perfectamente cómo me golpea cada latido en los pies, los hombros y las yemas de los dedos.

 Sé bailar hasta la punta de mis dedos, ¡e incluso hasta mis dedos! – saber tocar el ritmo de la música.

 Funcionamos em cadeia, a música e eu.

 Trabajamos en tándem, la música y yo.

Tengo el control del ritmo y el ritmo me controla a mí. Se siente bien cuando es así, cuando me pierdo y paso el liderazgo a otra mano. 

Cuando le doy la mano a lo desconocido, cuando soy sólo catarsis, cuando voy –cuando voy, eso es todo– sin siquiera saber exactamente dónde, pero voy de todos modos porque no ir ni siquiera es una opción. (Si intentas concentrarte sólo en el bajo, te juro que flotarás. Te juro que el ritmo sale de tus entrañas. 

¡Te juro que te sientes más tú mismo, más cerca de ti mismo, más cerca de la mejor versión de ti mismo!) 

A veces me pierdo. Me pierdo a propósito porque me aburro. Me pierdo en el descontrol del ritmo, me rediseño en otras formas, a otras velocidades. Ni tú ni yo ya me conocemos, y ese es exactamente el coro que estaba buscando. Ahora no pueden definirme en la vergüenza, adivinarme en la coacción, encontrarme sólo en las formas. Las maté, las formas, cuando perdí el control en el ritmo. 

La solemne ocasión requería un lápiz labial a juego: rojo, por supuesto. El cabello merecía un adorno de fiesta, así que hice florecer una rosa debajo de mi oreja izquierda: roja, por supuesto. Cuando alcé mis brazos hacia el cielo, el satén se deslizó por mis manos, brazos, luego pecho y vientre. Y cuando por fin sentí la costura tres dedos por encima de la rodilla y el último botón del vestido cerrado en mi espalda, crecí tres centímetros: el display estaba perfectamente donde debía estar. Entonces ocurrió la magia: esculpidas entre unas medias de cristal negro, mis piernas, muslos y caderas adquirieron una madurez envidiable. Las caderas se remataron en los pies cuando me puse tacones de charol, y voilà, de los cándidos “principios de los veinte”, pasé a la solemnidad de los “casi treinta”. (Más tarde me enteraría de que ganar un puñado de resortes en el entretiempo nunca volvería a ser motivo de euforia. Sin embargo, por ahora, agradecí el milagro). 

El formulario fue rediseñado. Esta mi versión 2.0 estaba lista para perder el control en el ritmo. El ritmo no sabía lo que le esperaba cuando aparecí, como nunca antes seguro de mí mismo; más preparada que nunca para reinventarme, para dejar que el bajo de la música me guíe nuevamente por el camino donde soy más yo mismo. Conozco perfectamente todos los golpes y cómo me golpean en el cuerpo. Sé perfectamente lo que voy a hacer cuando se enciendan las luces y sin dudarlo, estaré magníficamente, existiré sin vergüenza y sin limitaciones. Cuando bailo me siento así, más yo mismo. Mi cuerpo no trae subtítulos y no los quiero para nada.  

Los pies de foto, sin embargo, insisten en ganar terreno y llegan a mí en forma de papel A4 y con olor a tinta fresca de impresora. «¡Tú eres el que tiene la rosa!» ellos me dijeron. Ser el de la rosa, explico, significa que es la rosa la que distingue con orgullo las que son mis líneas. Significa que debajo de la rosa hay letras escritas y, en consecuencia, palabras que me corresponde a mí descifrar, leer y decir en voz alta. Esta mi versión 2.0, aunque no veo letras, estaba lista para tomar el control del caso. El caso comienza con la línea anterior al rosa, se extiende a la comprensión de cuántos otros colores leerían conmigo las letras desconocidas y termina en el tema de la fiesta: así fue, y con esta información ya estaba cuidándolo.

Nos llamaron con un tempo decreciente y mi corazón fuera de ritmo lo sentía contra los dedos sudorosos y entrelazados en el “J+C” enterrado en un segundo corazón bañado en amor y plata. La habitación estaba llena, el aire estaba cálido. Había restos de lápiz labial rojo en el cuello de mi vestido, 3 cm por encima de la rodilla, y no quería saberlo ni importarme. Cuando las luces me deslumbraron por primera vez y cuando me di cuenta de que la sala estaba llena, tomé el control del ritmo. Aseguré la entrada precisa con quien me decía: “tú hablas después de mí, ¿vale?”. De acuerdo. Y, por supuesto, la entrada estaba limpia: siempre lo está. Al papel lleno de códigos, para mí indescifrables, le guiñé de vez en cuando, para que no pensaran que la tinta de la impresora y la tinta rosa del marcador habían sido en vano. Calculé el ritmo de las palabras de los demás, el tamaño de mi mancha rosada comparada con la de ellos, y fui. Sólo eso, fui. Las maté, esas palabras, cuando perdí el control en el ritmo. Los hice bailar en mi boca y ganar poder en mis ojos. Reescribí mi danza cuando le di la mano a lo desconocido y me reinventé sin formas y sin leyendas. Estos que me fueron regalados –o cualquier otro que se me presente– los pongo en mi cuerpo: identifico su significado, mato su forma y los resucito en la música. Nadie sabía –y nunca lo sabrá (o al menos eso espero)– ​​si seguí la coreografía. Si cumplía retóricamente las comas y las interjecciones o el “dos a la izquierda, dos a la derecha”. Si te concentras sólo en el bajo, si cierras los ojos y dejas que el ritmo sea tu oxígeno, nadie lo sabrá jamás.

Soy mi versión 2.0.

Soy mi ritmo, soy mi texto, soy mi protesta y no quiero subtítulos para nada.  

Para ella que cuida su propio mundo.

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